Aunque el artículo inmediatamente
anterior a éste prueba mi tendencia a la esperanza ciega, de vez en cuando me
veo obligado a poner las cartas sobre la mesa y reflexionar sobre un tema hasta
darle la vuelta por completo o reafirmarme en lo que pienso. En este caso quizá
no se trate de una inversión completa, pero tengo claro que mi concepción de la
Ley de Transparencia ha sufrido cambios interesantes en estos dos días.
Quizá fui ingenuo al plantearme esta ley
como una mera reforma estética, que pretendía mejorar la imagen externa de la
política, o al menos del PP. Ahora tengo claro que se trata de una estrategia
mucho más compleja y premeditada, inteligente incluso. La ley en sí no
soluciona ninguno de los problemas que preocupan a la ciudadanía, la corrupción
tiene vía libre al igual que la ha tenido siempre. Mucho más curiosa es la
absoluta opacidad de una ley que lleva la transparencia como estandarte, como
viene siendo costumbre el Partido Popular mantiene todos sus planes bajo llave
y suelta la información con cuentagotas y en la medida precisa. No obstante se
pueden inducir ciertas conclusiones. Personalmente, me he fijado en un detalle
que me ha suscitado una cierta sospecha.
La Agencia Estatal de Transparencia (nombre
que parece sacado de una novela de George Orwell) es la encargada de recibir
las reclamaciones, denuncias y recursos de la población sobre las
imperfecciones administrativas que se detecten en cualquier tipo de organismo
público. Por decirlo de alguna forma, es el juez y policía por el que tienen
que pasar todos los casos amparados en la Ley de Transparencia. Pues bien, esta
organización no tiene el deber, ni ético ni lícito, de dar la más mínima
explicación sobre sus decisiones. Se masca la tragedia, ¿verdad? No es difícil imaginarse
la escena: Una mujer acude a la Agencia de Transparencia y denuncia con
vehemencia y algo exasperada lo que ella considera un caso inequívoco de
corrupción administrativa. No obstante, el funcionario de turno que recoge la
declaración conoce a uno de los implicados en el caso que la señora acaba de
denunciar. El hombrecillo, muy amigo de sus amigos y muy poco de la decencia,
coge el móvil antes incluso de que la mujer salga por la puerta y pone sobre
aviso a su colega de la facultad (o de lo que sea) y le advierte de que él y
sus tejemanejes corren peligro. El colega, que de pronto ha adquirido un tono
de piel blanquecino, se apresura en hablar con su jefe, un hombre de política,
convencido de sus ideas, amante de su familia y coleccionista de Rolex amateur,
no se inmuta lo más mínimo y hace alarde ante su subordinado de tener la
situación bajo control. Un par de llamadas, cuánto hace que no nos vemos, a ver
si nos tomamos una cerveza algún día, qué tal la familia, a ver si me puedes
hacer un favorcillo… y listo. La Agencia Estatal de Transparencia lleva a cabo
una investigación en profundidad del caso, se elabora un informe con todos los
detalles y se dictamina que tal acusación se trataba de una falsa alarma. Y
tranquilos, la Agencia Estatal de Transparencia, o para cogerle cariño la AET,
no tiene la más mínima intención de dejar escapar algo de información sobre
este caso y lo peor es que tampoco tiene la obligación de hacerlo. De modo que
la pobre señora, que con indignación había recurrido al “defensor del pueblo”
se encuentra un día con una notificación en su buzón que le dice, con infinitos
eufemismos, que es una mentirosa.
En fin. Es probable que penséis que
con este artículo he dejado volar mi imaginación… desgraciadamente no lo he
hecho, no mucho al menos. Esta historia es el esquema básico de por qué más de
la mitad de los casos de corrupción en España no llega a los tribunales. Más me
gustaría a mi poder dejar volar mi imaginación con este tema.
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