Era de noche y hacía frío, de ese frío que no respeta ni los guantes ni las bufandas ni todo lo que quieras ponerte, y eso que más o menos todos habíamos bebido lo suficiente para tener el estómago caliente. Una noche de sábado como tantas otras, en las que nos pasamos las leyes urbanas por el forro y nos alcoholizábamos en el parque de turno. Ya empezando por ahí, la cosa no está muy bien vista. Pero no fui yo quien votó (ni mucho menos quien redactó) la normativa que regula una prohibición tan absurda, como es negar el derecho del menor a drogarse libremente en el mismo espacio en el que los niños juegan con sus padres. Después de conseguir boletos para una intoxicación etílica, decidimos que se había hecho hora de meternos en el cuerpo algo más que licores y etanol. Esto dio paso a la inevitable y existencial discusión de dónde cenar. Multitud de argumentos se batieron en un duelo dialéctico sin coherencia alguna, el precio, la calidad, la cercanía, etc. La plática ininteligible y los esporádicos improperios proferidos por los borrachos se mezclaban con las desesperadas instrucciones que, como pastores de cabras, gritaban los pocos que gozaban de indeseada sobriedad. Sin explicación aparente la manada comenzó su migración, un camino tortuoso y lento, plagado de paradas, golpes contra farolas y risas absurdas pero de fácil contagio. Por el camino imagino que se daría toda una suerte de actos “vandálicos” y canciones a coro y a capela, que no dejarían indiferentes a los vecinos del lugar. La estela que dejamos a nuestro paso debió ser tanto o más singular que la propia comitiva, una labor que en cierto modo debiera ser recompensada puesto que en conjunto generamos más trabajos de barrendero que el ayuntamiento. Aunque no lo recuerdo con precisión, deduzco que cenar y vomitar fue todo uno para unos cuantos comensales, que salieron disparados en dirección a unos aseos que, por suerte, esta vez estaban lo suficientemente cerca.



Mi intención con esta anécdota, a medio camino entre la ficción y la experiencia real, es retratar la paradoja de una ley que no se hace cumplir. Más bien, sucede al contrario. Desde que entramos en la pubertad, los jóvenes nos vemos precipitados, empujados, hacia un consumo ilegal de una droga tan extendida que puede considerarse patrimonio de la humanidad. Las quejas, las denuncias y las prohibiciones no compensan una balanza que se declina continuamente hacia este consumo, que se vende como indispensable a la hora de sociabilizar. Incluso en aquellos que se niegan en redondo a introducir en su organismo nada mínimamente nocivo, quizá porque la presión familiar pueda más que la grupal o simplemente porque el adolescente en cuestión tenga unos ideales de hierro (cosa extraña), se ve igualmente empujado a acudir a estos “eventos” y tomar parte de igual forma en una acción ilícita. Sin embargo, y a pesar de las denuncias continuas y de la mala fama se la que esta práctica goza en los medios, las autoridades apenas le dan importancia y relajan el control de los botellones como no lo hacen con ninguna otra ilegalidad. Esto, bajo mi punto de vista, se debe a diversos factores. El primero y quizá el más importante, a simple vista, es la dificultad que conllevaría procesar cada uno de los casos de consumo de drogas en la vía pública, cuando estos se dan por miles cada fin de semana. Pero realmente, si se quisiese aplicar un mayor control tan solo sería necesaria una mayor actividad de las autoridades durante un corto periodo de tiempo, que sirviese de ejemplo y amedrentase a los próximos que se aventurasen a divertirse con patrullas de la policía merodeando por las zonas más activas. Ha de haber entonces razones de mayor peso para que no se apliquen medidas. La más probable es, como siempre, los intereses económicos. Las productoras de bebidas alcohólicas perderían un gran sector de venta si los menores se viesen obligados a buscar vías de entretenimiento alternativas. Pero no siempre los malos de la película son las tabacaleras, o en este caso la industria de las bebidas espirituosas. Realmente hay cientos de negocios que se benefician de esta marea de jóvenes que sale con ganas de gastar y consumir todos los sábados. Incluso me atrevería a creer que la propia estructuración de la sociedad nos invita maliciosamente a, llegados a una edad prudente, aventurarnos a un mundo que nos era indiferente cuando teníamos unos pocos años menos.

No entiendo la implantación de leyes que no van a ser cumplidas. Si realmente fuese necesario extirpar este problema, que a mi juicio hace tanto bien como mal,  mi consejo es el mismo que el de Sócrates: “No son necesarias cárceles sino escuelas.”



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