¿Qué da más aplausos? ¿Ser cigarra
o ser hormiga? O dicho de otra forma: ¿Construir una infraestructura millonaria
o ahorrarse esos millones en alcanzar una prosperidad real? La respuesta es más
que obvia y sin embargo enormemente ambigua. Cualquier persona con un mínimo de
sentido común elegiría la segunda opción y a la vez esa misma persona podría
aplaudir con las orejas al ver su ciudad plagada de coloridos y modernistas
parques, que misteriosamente han aflorado como setas donde antes solo había un
solar. Ironías de la vida, supongo, pero con mucho sentido para según qué
personas. Ganarse el favor del pueblo es sencillo (lo difícil suele ser
recuperarlo), pero una vez has ganado las elecciones tienes que hacer
malabarismos para camuflar lo que bien puede ser una gestión pésima. Y el mejor
maquillaje posible es un suave velo de elegancia y prosperidad, mucha purpurina
y cosas brillantes alrededor. Aunque los números sean más rojos que el señor
estático de los semáforos, con un par de obras públicas y un mínimo control
sobre los medios ya es posible camuflar el fracaso político más estrepitoso.
Los políticos actuales están pensados
para mantener al pueblo contento. La teoría no es tan mala al fin y al cabo,
mientras el pueblo esté a gusto con sus representantes el gobierno de estos no
corre peligro y por lo tanto intentarán a toda costa hacer lo conveniente para
su gente con el fin de mantener su cargo. La teoría no es tan mala, pero como
tantas otras se une a la indefinida lista de teorías que no sirven para nada en
la práctica. Hay muchas formas de tener un pueblo feliz sin hacer necesariamente
lo mejor para éste y todas ellas suelen ir de la mano de un gran desembolso
económico que no creo salga de los bolsillos del alcalde de turno. Por lo
general estas llamativas distracciones causan más problemas de los que solucionan,
al menos a largo plazo, pero como ya sabemos la visión de un político no suele
alcanzar más allá del tiempo que reste hasta la próxima campaña electoral, pero
ese tema se merece una artículo aparte.
Lo interesante, en esta ocasión,
es la idea que ya he escuchado (o leído) más de una vez. “Los derrochadores que
dejan en quiebra lo que gobiernan deberían ser juzgados”, la frase es de Javier
Arenas en el diario el Mundo y me parece muy acertada. Obviamente todos
cometemos errores y es posible que la dificultad de nuestro cometido nos
supere. Pero existen casos, muchos, en los que la cifra gastada es tan espectacular
e innecesaria que es imposible no levantar sospechas. ¿Realmente era
indispensable para el avance cultural gastar millones de euros inexistentes en
titánicas infraestructuras que, por otra parte, nunca llegarán a devolver lo
que costaron? Comunidades enteras se han visto avocadas a una deuda inmensa por
culpa de la gestión derrochadora de sus gobernantes, políticos que hicieron
cuanto pudieron por mantener el grueso de los votos de su lado, aun a costa de
hundir aquello que intentaban sacar a flote.
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