Escribo esta entrada a raíz de
las ya incontables sandeces que no he tenido más remedio que escuchar en esta
última semana. Como, por ejemplo: “Yo creía que la tecnocracia era el poder de
las nuevas tecnologías”; y otras diversas deformaciones de la realidad, todas
en relación con éste término. Para aquellos que lo desconozcan tengo que
aclarar que un tecnócrata no es aquel
que por tener un nuevo iPod de última generación se vuelva una eminente
autoridad política, una idea quizás no tan disparatada pero que nada tiene que
ver con el significado real.
La tecnocracia es, ante todo, una
palabra preciosa (cómo sin duda diría mi ex-profesora de latín) que deriva de
los vocablos griegos tecnos, técnica,
y kratos, poder. Si, lo habéis
adivinado, significa “gobierno de los técnicos” aunque esa definición no tenga
demasiado sentido hoy en día. El concepto
de tecnocracia surge hacia la mitad del siglo XX como una forma de gobierno alternativa
que sugiere el posicionamiento de los dirigentes industriales, “técnicos”, en
altos puestos políticos. La idea es simple, si han sabido llevar al éxito un
negocio, ¿por qué no iban a hacer lo mismo con un país? Y, en cierto sentido,
llevaban razón.
Sin embargo, para alcanzar la
máxima eficiencia posible resulta indispensable realizar unos cuantos
sacrificios que, por otra parte, deberían asegurar un mejor porvenir.
Curiosamente esta idea casa perfectamente con otra palabra que ya chirría en
nuestros oídos desde hace un tiempo, austeridad. Es por esto que hemos
escuchado en tantas y tan policromáticas situaciones el término tecnócrata. Es
por esto que aunque no tengas ni idea de qué diablos significa lo relaciones
enseguida con apretarse el cinturón. Y es que al parecer, la tecnocracia es el
Plan B de nuestros gobernantes europeos. Mientras un político no de excesivos
problemas puede quedarse en su puesto, pero en el momento en que no cumple con
sus obligaciones o se le ocurre utilizar palabras como el terrorífico “referéndum”,
se encuentra con una notita en su despacho que le invita a abandonar el cargo
de turno. Cargo que con demasiada frecuencia suele tratarse de presidente.
Tristemente famoso es el caso del primer ministro griego Yorgos Papandreu quien,
poco después de revolucionar Europa con someter a referéndum las medidas de la
UE para su país, se vio sustituido por Lucas Papademos, ex-vicepresidente del
Banco Central Europeo y reputado economista. E igualmente célebre, aunque quizá
menos ruidosa, fue la sustitución del antiguo Cabalieri, Silvio Berlusconi, por
el actual primer ministro de Italia, y ex-asesor financiero de Goldman n’
Sachs, Mario Monti. En ambos casos se puede apreciar el carácter puramente
económico de las profesiones que ejercían los sucesores. Aunque no me atrevería
a clasificarles como tecnócratas tampoco me siento muy a gusto llamándoles
políticos, ya que al fin y al cabo, ¿quién ha votado a estos señores?
No me opongo a la tecnocracia. Lo
cierto es que me parece una forma de gobierno tremendamente efectiva, si lo que
se quiere es potenciar la economía de un estado. Pero esta idea suele ir
asociada a una degradación de la democracia, como si un tecnócrata tan solo
fuese elegido para un cargo en caso de extrema necesidad y desoyendo la
voluntad de los votantes. Aristóteles parecía tenerlo muy claro y yo también.
“En el término medio esta la virtud”
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